“Cuando teníamos ocho años, nueve a lo sumo, la autonomía de nuestro vuelo aventurero era escasa. Las madres exigían, todavía, la molesta condición de poder vernos al asomarse a la vereda. De modo que la vuelta, o sea el mundo, el universo, quedaba prohibitivamente lejos. Pero a los once, a los doce, las madres ya empiezan a resignarse a salir a la vereda y a no vernos, a confiar en el Espíritu Santo, a aceptar el dolor y la angustia de sabernos a la vuelta, o a la vuelta de la vuelta, o vaya a saber dónde. Como mucho pueden exigir el retorno a la hora de la leche, a más tardar. Pero no pueden pretender, Dios nos libre, que uno siga en la vereda propia, o en la cuadra de casa, habiendo tanto mundo más allá esperándonos. Cuando uno tiene ocho, o tiene nueve, vaya y pase. Pero a los once, la cosa cambia, y cambia para siempre”.
EDUARDO SACHERI, en uno de los cuentos de “Esperándolo a Tito” (Galerna)
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